(14/02/06 – CyTA-Instituto Leloir. Por Ricardo Gómez Vecchio)-. El Dr. Israel Algranati, investigador que trabajó en el instituto del Dr. Luis F. Leloir desde el año 1957, cuenta aspectos de una época gloriosa de la ciencia argentina y de quien en 1970 consiguió uno de los tres premios Nobel en ciencia logrados por argentinos.
–Este año se cumplen 100 años del nacimiento del doctor Luis Federico Leloir y usted tuvo la suerte de trabajar con él ¿Cómo era el Dr. Leloir?
–Lo conocí hace casi 50 años. Fue una gran suerte, porque en Argentina no hubo muchos como él, por su dedicación y su manera de ser. Era muy modesto, nada engreído y extremadamente generoso. Tuvo la suerte de pertenecer a una familia adinerada. Siempre donó su salario y premios al Instituto o a otros grupos de investigación. El Premio Nobel de Química también lo repartió en el Instituto y entre varios de sus ex colaboradores.
–¿Y a nivel personal?
Era un hombre fuera de serie, de generosidad científica, lo que se ve muy poco. En la ciencia, como en todas las actividades humanas, hay mucha ambición, celos, etc. En los trabajos en los que no participaba de lleno con sus ideas y sus propias manos no quería figurar entre los autores del trabajo científico. Diría que eso es único en el mundo.
– ¿Cómo era en el trato cotidiano?
–Muy simpático, tenía un sentido del humor extraordinario, pero había que saber interpretarlo, porque era tímido y hablaba poco, en un tono bajo. Nunca lo vi enojarse, aunque a veces nos dábamos cuenta que lo estaba. Tampoco lo escuché pronunciar una palabra más alta que otra. Era una persona que daba confianza.
– ¿Se preocupaba por quienes trabajaban con él?
Se preocupaba por la gente en la que creía, aunque ellos no se dieran cuenta. Personas que trabajaron con Leloir tuvieron becas de fundaciones y con el tiempo, se supo que esas becas las pagaban Leloir y Braun Menéndez, otro extraordinario argentino hombre de ciencia que lamentablemente murió muy joven en un accidente aéreo en el `58. Muchos se enteraron años después que la beca que tenían era pagada personalmente entre Leloir y Braun Menéndez.
–¿Cómo se vinculó con Leloir?
–Terminé mi doctorado e inmediatamente fui a hacer un curso de posgrado corto en Río de Janeiro. En ese entonces el Instituto Leloir era muy pequeño y poco conocido, aún en Argentina, salvo para quienes tenían más entrenamiento. Uno de esos colegas latinoamericano me dijo: “Si querés quedarte en Argentina, andá a trabajar a lo de Leloir”.
– ¿Y siguió ese consejo?
Sí, un ex profesor me recomendó ante Leloir y me dijo que fuera a verlo. Me atendió enseguida. Leloir vestía un delantal gris, así que la gente lo podía confundir tranquilamente con el portero. Le dije que quería trabajar con él. Me dijo: “Lo voy a pensar”, y se quedó callado. Era muy tímido, aunque lo disimulaba. Yo también me quedé callado, así que estuvimos callados hasta que le dije que en unos días lo llamaba. Lo llamé dos o tres veces y después de varias semanas me aceptó.
–¿Cómo fue su iniciación en la investigación?
— Cuando alguien entraba al instituto, lo probaban sin que se diera cuenta. Hace cincuenta años muchos productos no se conseguían en comercios, ni droguerías internacionales, había que fabricarlos. Leloir había descubierto los nucleótido-azúcares. Había que comprar levadura de panadería, disgregarla en un solvente orgánico, tolueno, y con las manos, sin guantes, teníamos que revolver hasta tener una masa viscosa. Después, con una serie de tratamientos, se extraían los nucleótido-azúcares para la investigación. Era terrible desde el punto de vista de los pocos cuidados que tomábamos.
–La investigación tenía mucho de artesanal.
–Seguro. Cuando se rompía un aparato, el doctor Leloir, que tendría entonces 50 o 52 años, junto con el doctor Olavarría, al que le gustaban mucho esas cosas, se tiraban al piso si era necesario y lo arreglaban. No sólo los arreglaban, sino que cuando necesitaban un aparato que no se conseguía lo inventaban. Por ejemplo, el doctor Cabib, con quien yo trabajaba, y otro investigador hicieron un aparato para preparar nucleótido-azúcares, que se llamaba colector de fracciones, pero en tamaño enorme. Cada fracción tenía un litro de volumen. Hoy ni siquiera los laboratorios tienen algo parecido. Y se las ingeniaron para hacerlo con un dispositivo muy sencillo, que andaba perfecto.
–¿Qué diferencia ve en la investigación en su disciplina en relación con lo que ocurría hace cincuenta años?
–Antes, todos los que trabajábamos en investigación teníamos debíamos tener una vocación muy fuerte, para atenuar la falta de porvenir económico. Esto explica por qué en las primeras décadas del siglo pasado, muchos de los investigadores eran hombres de fortuna. Investigaba el que realmente le gustaba. De los que no tenían una buena situación económica se decía que estaban locos, que no iban a poder sobrevivir. Al ser más vocacional, requería más esfuerzos. No había feriados, no había sábados, trabajábamos los domingos también, y de noche a veces había que venir a controlar los experimentos.
–¿Qué cosas de la investigación en su área han mejorado?
–Laboratorios como el de Leloir y varios más formaron mucha gente, que se independizó creando sus propios institutos de investigación básica. De todos modos no hay suficientes, son pocos respecto de los graduados. Muchos graduados se van del país porque no hay lugares que los absorban. En el campo de Leloir, la Argentina estaba a la vanguardia. Venían de Europa, de Estados Unidos, a capacitarse en el tema de la producción biológica de azúcares.
— ¿Y hoy cómo es la situación?
Tenemos varios temas importantes, pero no al nivel que tuvo el de los azúcares en su momento. En aquel entonces, la ciencia era mucho más lenta. Leloir dio un salto hacia delante y con su grupo alcanzó a los más avanzados del mundo. Ahora, sería muy difícil decir que Argentina está a la vanguardia. Dentro del instituto hay grupos buenísimos, de nivel internacional, pero la cantidad de científicos del exterior que vienen a capacitarse a nuestro instituto ha disminuido mucho.
–¿Podrían darse condiciones para que eso volviera a suceder?
— Haría falta invertir mucho en ciencia. En estos cincuenta años en Estados Unidos se multiplicaron por miles la inversión, el número de institutos, las empresas que hacen biotecnología. Lo mismo ocurrió en Inglaterra, y otros países. Se necesitaría una enorme inversión y crear institutos para dar cabida a investigadores argentinos importantes, que han hecho sus postgrados y están en distintos lugares del mundo. Pero estando en sitios extraordinariamente buenos, difícilmente se convenzan de volver.
–¿Sería bueno priorizar algunas áreas de investigación para que tengan un mayor desarrollo?
–Creo que sí, un país como la Argentina no puede darse el lujo de desarrollar todo, profundizar en todo es difícil, hay que priorizar, nos guste o no.
–Si pudiera fijar prioridades ¿Qué áreas elegiría?
–En nuestro país se produjo una selección natural. El desarrollo enorme que le dio Leloir a la bioquímica, fue una especie de continuación de lo que había hecho Houssay en fisiología. Así que la biomedicina está muy desarrollada con respecto de otras disciplinas: hay que seguirlo. No es el único campo, hay muy buenos físicos, matemáticos, expertos en computación. Pero hay que dar prioridades, no se puede desarrollar todo.
–¿Cuáles han sido las épocas de más crecimiento de la ciencia en Argentina?
–Una época de gran desarrollo en las ciencias biomédicas fue la de Houssay primero y luego Leloir, que se formó con Houssay. Antes de Houssay, no había investigación profesional, no había nadie que se dedicara a la investigación en forma full-time. Houssay fue el primer profesor full-time de la Universidad de Buenos Aires. Fue un caso fuera de serie, más o menos como el de Leloir, porque fue un autodidacta y se convirtió en un fisiólogo extraordinario. Otra buena época de crecimiento de la ciencia argentina fue cuando se creo el CONICET, que permitió crear la carrera de investigador.
–¿Cree que en un futuro cercano puede haber un premio Nobel argentino en ciencia?
–Hay posibilidades, pero las mayores son de argentinos que están en el exterior, como pasó con César Milstein. Milstein estudió en nuestro país y estuvo en el Malbrán. Después echaron a algunos colegas y él, en solidaridad, renunció. Se fue a Inglaterra a trabajar en el Instituto de Biología Molecular de Cambridge, donde había varios premios Nobel por piso. Allí estaba Fred Sanger, único que ganó dos Premios Nobel de Química -en 1958 y1980- y fue el iniciador de los métodos para secuenciar los genes. Milstein trabajó con Sanger y con otra gente, desarrollando la inmunología.
–¿Eso tiene que ver con la infraestructura, los recursos?
–Sin duda, además tiene que ver con el tema en el que se trabaja. Para ganar un premio Nobel hay que trabajar mucho, hay que tener mucha visión y también tener un poco de suerte.