(28/09/06 – Agencia CyTA-Instituto Leloir. Por Florencia Mangiapane y Ricardo Gómez Vecchio) – Patricia Willson está traduciendo para la editorial argentina Colihue L’idiot de la famille, un voluminoso ensayo de Jean-Paul Sartre sobre Gustave Flaubert, texto al que le habrá dedicado dos años de trabajo antes de su llegada a las librerías. Galardonada el año pasado con el Primer Premio Panhispánico de Traducción Especializada, la traductora argentina, integrante de la comisión directiva de la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI), conversó con la Agencia CyTA sobre los desafíos de su tarea horas antes de celebrarse el Día Internacional del Traductor, que se conmemora el 30 de septiembre de cada año en honor a San Jerónimo. El ilustre sacerdote dálmata pasó la mitad de su vida en una celda traduciendo la Biblia del antiguo hebreo a la lengua del pueblo de Roma, esfuerzo de divulgación que le valió siglos después el reconocimiento del Concilio de Trento, y lo llevó a fundar sin quererlo la teoría de la traducción, al tener que defenderse de sus detractores.
Willson llega puntual al bar de Avellaneda y Acoyte, a pocos metros de donde, desde hace varios meses, ocupa sus días en el afán de mantener en español el estilo abigarrado y la profundidad conceptual del gran filósofo francés de la segunda posguerra. “Ese texto no es fácil de leer en francés y tampoco lo será en español”, dice sobre El idiota de la familia, de Sartre, la traducción que más trabajo le dio en el último lustro. En la década de 1970, la editorial Tiempo Contemporáneo publicó la traducción que Patricio Canto hizo del primer volumen, pero las restantes 2000 páginas están inéditas en español. Willson tradujo hace poco La transformación, de Mary Shelley, a punto de ser publicada por la editorial española Libros del Zorro Rojo. “El lector ahí se acerca a la obra de ficción para leer una historia. Hay un estilo, sí, pero sobre todo una trama, y eso lo tuve muy presente”. Versada y versátil, Patricia Willson es muchas en una sola: bioquímica, traductora, doctora en Letras, docente, investigadora, autora. Empezamos recordando a San Jerónimo.
-¿Por qué es patrono de los traductores?
-Jerónimo fue uno de los padres y doctores de la Iglesia. En realidad, no sólo es patrono de los traductores, sino también de los estudiantes. Su vida tiene un momento central, como la de otros santos de la iglesia católica, que es el del retiro al desierto y la conversión. Luego se dedicó durante años a su versión de la Biblia en latín vulgar, la llamada “Vulgata”.
-Y tuvo que defenderse de sus detractores…
-Sí. Lo que llegó hasta nosotros es una célebre carta que le escribió a Panmaquio, que no se refiere a su traducción de la Biblia, sino a otro texto traducido por él; en esa carta explica en qué condiciones tuvo que traducir, por qué su traducción no es literal, todas las razones que da el traductor cuando es criticado.
-A dieciséis siglos de aquel entonces y en Argentina, ¿cómo ve el lugar del traductor?
-El traductor es crucial, porque facilita la comunicación entre culturas que no manejan la misma lengua o código lingüístico. Además, en este momento más que nunca me parece que el traductor tiene que detenerse a reflexionar sobre su práctica, sobre el papel que le cabe en la cultura y en la sociedad en general, porque el predominio del teletrabajo y el trabajo deslocalizado hacen que uno tienda a convertirse en una especie de “técnico de la traducción” y pierda de vista qué significación tiene lo que está traduciendo, para quién está traduciendo y con qué estrategias.
-¿Cómo se presenta este momento editorial para el traductor?
-Aquel que traduce para editoriales, sean obras literarias o no, tiene una problemática distinta a la del traductor científico, técnico o jurídico, que no traduce para ser publicado. La tarea del primero está muy ligada a las industrias editoriales, que han sufrido un proceso de transnacionalización muy importante. Sin embargo, me parece que estas industrias están vinculadas con la política cultural de un país, y en este momento hay editoriales nacionales que mantienen cierta personalidad, cierta línea de publicaciones y tienen editores que piensan su lugar en la cultura argentina.
-¿La época de Sur es irrepetible?
-En la historia nunca hay repeticiones exactas, sino repeticiones con variación. En este momento puede hablarse de un auge editorial, como en la época clásica de Sur, las décadas de 1940 y 1950. Se está editando más y se está traduciendo mucho. También hay traductores argentinos que están trabajando para editoriales españolas por una tarifa que es bastante menor que la española pero mayor que la argentina. Incluso hay algunas editoriales argentinas pequeñas, y no tanto, que están retraduciendo algunos autores del siglo XIX o principios del XX, es decir, obras de dominio público.
-¿Con qué estrategias se está traduciendo hoy?
-Una cosa es el mercado editorial y otra muy distinta una traducción que uno hace para una revista local, supongamos revistas culturales que leen los jóvenes, donde ciertas estrategias tienen que ver con la variedad rioplatense del español, por ejemplo, el uso del voseo. En la industria editorial, eso casi no se ve, porque se apunta a lectores que pueden estar en otros países de América Latina. Hay determinadas directivas que apuntan a atenuar, ya que no pueden borrarse del todo, las marcas dialectales del español rioplatense.
-El año pasado recibió el Primer Premio Panhispánico de Traducción Especializada por el Diccionario de Teoría Crítica y Estudios Culturales, compilado por Michael Payne. ¿Cómo fue esa experiencia de traducción?
-Fue una experiencia larga y de mucho trabajo, en la que los editores de Paidós tuvieron una influencia importante, porque trabajé en estrecha colaboración con ellos. Hubo varias instancias de corrección y de consulta. Aunque parezca trillado decirlo, el premio no fue sólo mío, la producción de la editorial tuvo una buena parte del mérito.
-Si tuviera que hacer una retrospectiva, ¿dónde quedó la bioquímica recibida en la Universidad de Buenos Aires a los 22 años?
-Es un dato que no suelo dar, que no suelo poner en el currículum. Yo creo en la vocación y me parece que podría hablarse de un caso de descubrimiento tardío, aunque no tanto, porque me recibí muy joven de bioquímica. Trabajé varios años en el Laboratorio de Medicina Nuclear del Hospital de Clínicas, fui becaria del CONICET y cuando terminé mi beca inmediatamente me inscribí en la carrera de Letras.
-¿Estaba segura de que se quería dedicar a las letras?
-No, uno no está seguro mientras no tiene relación concreta con la praxis. La bioquímica como campo del saber me gustaba, pero mis ganas de hacer cosas no pasaban por ahí.
-¿Cómo surgió su relación con la traducción y la reflexión sobre la actividad?
-Tuve la suerte de ser una niña lectora, en parte estimulada por mi casa, porque mi padre era lector. Y sentía que la práctica de la bioquímica me quitaba horas para las lecturas que quería hacer. Además de Letras, cursé el Traductorado de Francés en el Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”. Apenas me recibí de traductora empecé a trabajar, e inmediatamente vino la reflexión sobre la traducción. En 1992 acababa de cursar Literatura Argentina II con Beatriz Sarlo, estaba traduciendo una novela tipo best-seller y se me ocurrió presentar un proyecto relacionado con el tema de la traducción. El proyecto cuajó y finalmente derivó en una tesis de doctorado, que defendí hace unos años.
-¿Qué relación hizo con Sarlo? ¿La considera una gran maestra?
-Sin duda. Beatriz Sarlo funcionó como maestra, en el sentido de orientarme en la investigación y además como ejemplo de intelectual. Estaba comprometida hasta tal punto con mi proyecto doctoral, como creo que con todas las tesis que ha dirigido, que hizo el esfuerzo de leer en un par de días el manuscrito final, porque sabía que yo quería presentarlo a la brevedad, pero con un nivel de detalle tal que hasta me señaló las erratas.
-¿De dónde salen los fondos para investigar?
-Siempre trabajé mientras hice mi tesis. Paralelamente, tuve subsidios de la Fundación Antorchas y pertenecí a dos grupos UBACyT de investigación de la Facultad de Filosofía y Letras. Ahora formo parte de un grupo UBACyT dirigido por Sylvia Saitta y soy directora de un proyecto que cuenta con un subsidio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Este proyecto funciona en el Instituto Lenguas Vivas, donde estudié, y nuclea a una serie de investigadores muy jóvenes y talentosos.
-¿Sobre qué están trabajando?
-El proyecto global se titula “Escenas de la traducción en la Argentina” y cada miembro investigador toma algún aspecto de la traducción que pueda iluminar la historia de la reflexión en la Argentina. Por mi parte, estoy estudiando las relaciones entre la generación del ’80 y la traducción…
-¿Y con qué se encontró?
-Con cosas magníficas, que nos hablan de una gran conciencia del papel que le cabe al traductor en la importación literaria. Empecé analizando obras como el Anuario Bibliográfico de la República Argentina, de Alberto Navarro Viola, que se publicó entre 1879 y 1887. Ahí se mencionan traducciones de lenguas extranjeras, aparece el traductor y se comentan las traducciones.
-¿Qué se traducía y quiénes eran los traductores en aquel momento?
-Por ejemplo, se traducía a Edgar Allan Poe, a Edmundo de Amicis, a Emile Zola, que estaba muy de moda. Los traductores eran los hermanos Navarro Viola, Alejandro Korn, Osvaldo Magnasco, Edelmiro Mayer.
-¿Qué autores que no ha traducido hasta ahora le gustaría traducir?
-Muchos. Algunos, del siglo XIX, otros, absolutamente recientes.
-¿Cómo llegó a Roland Barthes?
-A través de la editorial Siglo XXI de Buenos Aires, que planeaba traducir apuntes de cursos que se publicaron póstumamente. Fue una experiencia fascinante, porque es un tipo de texto bastante curioso: es lo que él redactaba para dar sus clases en el Collège de France. Barthes dejaba muy poco librado a la improvisación del momento, pero aun así es un texto que presenta cierto grado de “sinopsis”.
-Él después expandía sobre eso…
-Sí, pero muy poco. Tuve la suerte de consultar los manuscritos de Barthes en el Instituto de la Memoria de la Edición Contemporánea (IMEC), y compararlos con lo que se grabó durante las conferencias. Había muy pocas diferencias. Para mí, Barthes reúne dos cosas muy difíciles de encontrar en un profesor universitario: una gran percepción, una gran profundidad y, al mismo tiempo, un estilo bello e inconfundible: un verdadero “profesor artista”, como afirman sus editores franceses.
-¿Cambia en algo que el autor esté vivo, como en el caso de Zizek?
-En el caso de Zizek sí hubo consulta porque el original de ese texto no estaba del todo fijado en el momento de la traducción. Era una serie de conferencias que él había dado en Buenos Aires, o sea que el texto fuente todavía estaba sujeto a ciertas modificaciones por parte del autor. Pero, en general, esté vivo o no el autor, más que sus explicaciones, lo que vale para el traductor es el texto mismo.
-¿Se genera una relación de amor-odio con algunos autores?
-En realidad, se genera una gran compenetración. Me pasó con Barthes y con Ricoeur, y me está pasando con Sartre. Uno lee biografías, otros textos del autor, textos críticos sobre ese autor, obras ficcionales vinculadas más o menos directamente. Eso nunca queda señalado en ninguna parte, pero un traductor a conciencia hace un trabajo de investigación muy importante, que entraña mucho tiempo: no se trata únicamente de escribir la propia versión.
-Si hay traducciones previas, ¿las consulta?
-Sí, las consulto. No hay problema de imitación, porque el traductor es escritor y de alguna manera lo que está consultando es otra lectura y otra escritura, que no son las propias.
-¿Cómo se imagina a los lectores de los últimos textos que tradujo?
-Es una buena pregunta. Quien lee a Ricoeur, Barthes, Sartre o Zizek seguramente frecuenta textos vinculados con la filosofía, la teoría literaria, la sociología, la crítica. En el caso de Mary Shelley, se trata de una edición ilustrada y me parece que eso apunta a un público más vasto. El acercamiento a una obra de ficción de esta índole, a diferencia de lo que ocurre con un ensayo, tiene que ver con el hecho de querer leer una historia.
-¿Hasta qué punto se puede mantener el estilo de un autor en una traducción?
-El traductor hace una conjetura sobre qué es lo importante de ese estilo. Por ejemplo, Sartre tiene una sintaxis muy fragmentada, muy trabada –y extraordinariamente bella. Uno podría caer en la tentación de facilitarle el trabajo al lector en español reordenando parte de la oración para que reproduzca una sintaxis española canónica, llana, y eso es justamente lo que no hay que hacer. No es un texto fácil de leer en francés y tampoco lo será en español. En realidad, el traductor intenta que su texto produzca el mismo efecto que él percibió al leer el texto fuente, no el mismo que percibieron los lectores del original, porque eso es imposible.
-¿Es cierto que Borges tradujo a los nueve años a Oscar Wilde?
-Sí, es lo que se dice y, de hecho, esa traducción se ha publicado en edición ilustrada. Aunque siempre está la sospecha de que la madre lo ayudaba… sospecha fundada en las propias declaraciones de Borges.
-¿Pasaría hoy Borges una prueba editorial como traductor?
-Bueno, hay algunos fragmentos de sus traducciones que pueden ser discutibles, teniendo en cuenta el lector hispanoamericano que suponen las traducciones para editoriales en este momento, por ejemplo todos esos lugares donde él utiliza localismos, que ahora tienden a obviarse.
-¿Por qué a veces las editoriales prefieren que traduzca un escritor?
-Creo que preferir a un escritor es en principio un prejuicio que habría que desmontar. Un escritor que traduce puede hacer una mala traducción. Si no le presta atención, si no tiene tiempo, si no le importa… Porque los escritores a veces traducen como suplemento económico, pero su pulsión está puesta en su propia producción.
-¿Qué imagen del traductor le parece que tiene la sociedad hoy?
-Casi inexistente, basta consultar los suplementos culturales de la prensa masiva. Salvo excepciones, nunca aparece mencionado el traductor de la obra reseñada. Sí figura el crítico, la editorial, la cantidad de páginas, el autor, por supuesto, pero no el traductor, como si el libro se hubiera traducido solo. Y eso tiene que ver con el estatuto del autor: cuanto más fuerte es, más queremos borrar al que hace la intermediación escrituraria, que es el traductor. Todo el mundo coincide en que el traductor es fundamental, ya que sin él no conoceríamos un porcentaje enorme de la literatura universal. Sin embargo, eso no tiene como correlato en la actualidad una presencia explícita del traductor en la cultura, con nombre y apellido, buena paga, y mejores plazos.
-¿Cómo está situada la Argentina en el campo internacional de los estudios de traducción?
-Hay grupos de investigación en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de Mar del Plata y en la Universidad Nacional de Córdoba. A nivel mundial, los estudios de traducción en este momento están muy polarizados hacia la producción académica en inglés y hay ciertas problemáticas que están más a la moda que otras, como los estudios poscoloniales, la relación entre traducción y minorías inmigratorias, traducción y género, entre otras.
-¿En el país hoy en día hay más traductoras que traductores?
-Sospecho que sí. En las escuelas de traducción son mayoría. Debo decir que las traductoras se sumaron muy tempranamente a la actividad en la Argentina. Hay algunas insignes, como Nydia Lamarque (traductora de Charles Baudelaire y de Molière), o Aurora Bernárdez (traductora de Jean-Paul Sartre, Ítalo Calvino, Albert Camus).
-¿Y Victoria Ocampo qué papel jugó?
-También tradujo, sobre todo, teatro; por ejemplo, el teatro completo de Graham Greene. Sin embargo, me parece que su papel principal fue el de propiciar que se tradujeran textos. No tradujo lo mejor que se publicó en Sur, pero sí impulsó la traducción de obras muy importantes.
-En el libro La Constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX, usted dice que toda traducción tiene algo de elitista y algo de democratizante.
-Creo que tiene mucho más de democratizante. La verdad es que la traducción, definida del modo más amplio posible, es una práctica de reescritura que aumenta el número de lectores, y eso es en sí mismo democratizante.