(07/01/11 – Agencia CyTA-Instituto Leloir. Por Max Dasso). El mismo día de la entrevista el doctor Nottebohm estaba recién llegado de un viaje por Uruguay y Argentina. Aún así, y a menos de tres horas de haber dejado el aeropuerto, estuvo dispuesto a recibir a la Agencia CyTA en su oficina, en la Universidad de Rockefeller. Ya en el intercambio de correos había dado muestras de que iba a ser un encuentro muy interesante.
“Mi pasión hoy día es el Field Research Center, donde se da la confluencia de trabajos de campo y el reduccionismo moderno y donde, me parece, está el futuro”, confesó, rematando con una modestia llamativa: “Estoy en la etapa final de mi carrera, terminando algunas cositas. El trabajo grande fue hecho hace años. ¿Me pregunto si le valdrá la pena hablar conmigo?”.
Coautor de más de 100 publicaciones en las revistas científicas más prestigiosas del mundo, Nottebohm fue pionero en romper un viejo dogma de la biología: que las neuronas son incapaces de regenerarse en el cerebro de los vertebrados adultos. Y llegó a esta conclusión por medio de un camino insospechado: la capacidad que tienen los pájaros de modificar su canto al interactuar con otros, lo que se conoce como “aprendizaje vocal”.
Lo que sigue es un resumen de la entrevista que mantuvo en la Universidad de Rockefeller, donde dirige el Laboratorio de Comportamiento Animal.
– ¿Cómo comenzó sus estudios?, ¿qué carrera siguió en la Argentina?
– Yo no seguí ninguna carrera en la Argentina. Salí del país a los 18 años, luego de graduarme en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Huí… en ese momento la universidad estaba en muy mal estado…
– ¿En qué año fue?
– Diciembre del ‘58…Para una persona joven a la que realmente le gustaba la ciencia era una época muy desalentadora. De todas maneras, no vine inicialmente a Estados Unidos a estudiar ciencia; vine a hacer estudios de agronomía. Yo quería ser científico y mi padre decía, “Hombre, si sos científico te vas a morir de hambre…así que, ¿por qué no estudiás agronomía?” Nosotros teníamos campos en Córdoba. Me decía: “Podemos trabajar juntos y los fines de semana te dedicás a pajarear.” Mi padre sabía que yo tenía una pasión por los pájaros.
– ¿En esa época ya le interesaba su tema actual de estudio?
– No, el tema actual de estudio, la posibilidad de generar neuronas en el cerebro adulto, ese fue algo que surgió mucho más tarde, pero ya de muchacho me apasionaba el canto de los pájaros, y me gustaba salir al campo con mis largavistas a ver qué podía descubrir. Cualquier cosa que tuviera que ver con la vida silvestre, me encantaba. Yo creo que si hubiera podido hacer lo que más me gustaba, hubiera sido naturalista, al estilo de Guillermo Enrique Hudson, el autor de “Allá Lejos y Hace Tiempo”; en esa época leía todos sus libros. Me gustaba saber de la Naturaleza, me maravillaba que hubiera tantos temas inesperados y bonitos, fascinantes…Como a quien le gusta la música, a mí me gustaba la Naturaleza.
– ¿Y la decisión de venir aquí, entonces?
– La decisión de venir acá era sencillamente porque me parecía que iba a perder el tiempo en la Argentina. Además tenía un poco de miedo que si me quedaba, tal vez me iría por carriles que no iban a rendir, como mucha gente joven de esa época que estaba en la política, estaban todos esos apasionamientos y broncas… y yo pensé que tal vez si me quedaba en Buenos Aires iba a caer en eso, como tantos otros… Yo quería aprender, quería estudiar, quería crecer científicamente… y claro, estaba la gran aventura de largarme al mundo solo.
– ¿Vino directamente a Nueva York?
– No, fui a la Universidad de Nebraska, porque me habían dicho que la facultad de agronomía allí era buena. Un amigo mío ya estaba estudiando agronomía allí y pase con él un año, pero la gente que estudiaba agronomía era gente que quería ser granjera, y eso no me interesaba. Así que consulté con mi padre y cambié de carrera. Me fui a la Universidad de California, en Berkeley, a estudiar zoología. Y tuve la suerte de encontrarme ahí con un inglés, el profesor Peter Marler, cuya pasión era justamente estudiar el canto de los pájaros como una manera de indagar sobre los sistemas de comunicación: cómo los animales se comunicaban, qué cosas comunicaban, cómo el medio en el que se comunicaban afectaba las señales que usaban. Es un tema muy profundo y muy humano. Con Marler encontré una enorme cantidad de temas en común y, aparte de eso, me interesaban cuestiones filosóficas: la evolución del hombre, la evolución de las funciones cerebrales, la consciencia… A mí me parecía que algunos de esos temas –incluyendo la relación entre la conciencia y el cerebro–, se estaban poniendo maduros para la inspección científica.
– ¿Por qué eligió los pájaros en vez de estudiar la comunicación entre delfines o ballenas?
– Porque hay que ser práctico…imagínese usted estudiando ballenas, delfines…por de pronto no es material que se pueda llevar al laboratorio, no se pueden hacer muchos experimentos, realmente… Se pueden hacer observaciones, que son muy valiosas y muy interesantes, pero los pájaros son un sistema más manejable, porque usted los puede criar en el laboratorio, puede grabar todos los sonidos que hacen, puede ver cómo responden a diferentes sonidos que usted les hace oír por grabaciones, así que tiene un control total del medio acústico en que se crían, y eso con los cetáceos sería muy difícil… Cuando usted quiere estudiar cómo funcionan los circuitos del cerebro y cómo se modifican con el aprendizaje, tiene que encontrar material que se preste al trabajo de laboratorio y el aprendizaje del canto en las aves se presta a todo eso.
– ¿Qué pregunta le parece que vale la pena responder en esta área?
– Diría que la pregunta: “¿qué determina la capacidad de aprendizaje?” no ha sido bien encuadrada. Hay quienes dicen que hay un límite a cuánto uno puede aprender y otros que lo niegan. Ciertamente, a la gente grande a veces le cuesta aprender cosas nuevas. Pero ¿eso es porque el cerebro ha envejecido y ya no funciona como en la juventud, o es porque hay un límite de espacio, como en una biblioteca que se va quedando sin estantes para libros nuevos? Son temas diferentes y no sabemos si uno, o ambos, afectan lo que una persona de 70 años puede o no puede aprender. Lo único que sabemos es que como el resto del cuerpo, el cerebro envejece. Si lo que uno busca es mantener la habilidad de aprender cosas nuevas, hay que saber cuáles son los factores limitantes y no sabemos cuál es la respuesta correcta. Y creo que las aves de canto se prestan maravillosamente a esa indagación.
– ¿Qué problemáticas entran dentro de esa indagación?
– Podemos ver cómo el aprendizaje modifica el canto y los circuitos que lo controlan y cómo la memoria del canto aprendido persiste… Es muy intrigante que en un sistema en donde la gran mayoría de las proteínas están, presumiblemente, renovándose constantemente, el canto aprendido persiste con poco cambio por años…Mientras que la vida media de la mayoría de las proteínas es corta, se mide en días. Así que, ¿cómo es que memorias permanentes pueden persistir en un sistema que está compuesto de elementos que se están reemplazando constantemente? Es un tema fascinante… Y claro, hay toda una cantidad de patologías que, de una u otra forma, se relacionan con ese tema: cuando la gente no puede aprender más, o tiene problemas de memoria, ¿Qué pasa? Es en ese tipo de problemática que yo creo que la producción y reemplazo de neuronas en el cerebro adulto ha abierto un grande y nuevo horizonte. ¿Por qué se agregan neuronas nuevas al cerebro adulto y por qué otras son reemplazadas? ¿Será posible que el reemplazo de neuronas nos permita rejuvenecer cerebros y reparar circuitos dañados?
– Con respecto al recambio neuronal, ¿por qué le parece que en una época era un concepto al que otros científicos oponían resistencia?
– Creo que esto empezó hace muchos años con Ramón y Cajal, que, claro, no veía muchas células dividiéndose, no veía actividad mitótica en el cerebro adulto… y yo no se si él se fijó mucho en la zonas donde ahora sabemos que esto ocurre, en las paredes de los ventrículos del cerebro.
– ¿Era una postura dogmática, de alguna manera?
– Claro que era un dogma, un dogma enorme y un dogma que parecía razonable porque parecía basado sobre observaciones reales. Además, la gente decía: cuando vamos envejeciendo el cerebro parece funcionar cada vez peor y menos. Y después de accidentes o daños no parecer tener, en los adultos, mucha capacidad para recuperarse. Así, al fin del desarrollo, tal vez se acabó la plasticidad de los circuitos para modificar el comportamiento. Este tema me interesaba y sospechaba que la plasticidad para corregir circuitos dañados sería la misma que se usaba en el aprendizaje. Es decir que ambas funciones requerirían la formación de nuevos procesos y sinapsis. Era, claro, una idea conservadora que no consideraba para nada la posibilidad de que el cerebro adulto pudiera agregar nuevas neuronas. Cuando, basado en mis observaciones en canarios, se me ocurrió por primera vez la idea y decidí explorarla, recuerdo que otros miembros de mi laboratorio me aconsejaban: “¡No digas nada a la otra gente en la Universidad, que si se enteran van a creer que somos una manga de inconscientes!”
– Y usted, frente a este dilema de hacer o no hacer olas…
– A mí no me molestaba: yo quería hacer olas. La ciencia me interesa en la medida que trae sorpresas y este era un tema que se daba para eso. Cuando se me ocurrió, no lo pude largar, era algo tan novedoso… Es un poco como la inversión que hace un hombre de negocios: si uno acepta un riesgo grande, también por ahí la ganancia será enorme. Quien no arriesga, no gana. Por ese entonces yo tenía 42 años y el momento para el gran riesgo había llegado. No sabía que otro científico, Joseph Altman, que estudiaba mamíferos, ya había sugerido que se producían nuevas neuronas aun en el cerebro adulto. Su evidencia no era concluyente, pero ya había plantado esa idea.
– Siempre en investigación entra el factor de la personalidad…
– A mí me gustaba la idea de traer todo un concepto nuevo que forzara a mirar muchas cosas que creíamos saber de forma diferente. Siempre he sido sospechoso de lo “razonable”. La razón es la confabulación que se arma una vez que uno conoce los hechos concretos. Entonces hay que explicarlos con una interpretación razonable y se arma la historia de que todo parece tener sentido y encajar bien. Pero basta con que una observación nueva no encaje con el esquema ¡y el cuento se va al tacho! (risas). Ese tipo de observación revela la fragilidad de lo que nosotros consideramos una certeza… En el caso de mi trabajo, a principios de los años ’80, los sabios de la neurobiología consideraban que la modificación de las sinapsis [n. de r.: sinapsis es la unión funcional entre dos neuronas] bastaba para explicar todos los fenómenos del aprendizaje. Y ahora, de repente, en 1983, aparecía la sugerencia de que el cerebro adulto –al menos en pájaros– también podía reemplazar neuronas y, como demostramos más tarde, lo hacía en forma cotidiana. Esta observación abrió un interrogante: ¿Cuál era el sentido de reemplazar neuronas en el cerebro adulto? ¿Para qué?
– … Además de la limitación de los sentidos, ¿no?
– Es verdad, no sólo hay que sospechar lo “razonable”, sino que también hay que sospechar nuestras fuentes de información, tanto las que tenemos –como la vista y el olfato– como las que nos faltan, y como nos faltan no las conocemos. Cuando los científicos tratan de comprender los temas del tiempo, el espacio, la energía y sus orígenes, lo que están tratando de hacer es pretender que hay verdades absolutas que son accesibles a nuestro cerebro, cuando en realidad tal vez deberían empezar por entender cómo funciona la maquinita que piensa. Esa maquinita está muy influenciada por sus ingresos sensoriales… Tal vez no exista el cerebro que pueda entender el Universo, porque el hombre, desde sus orígenes, no necesitó abarcar tanto. Lo que necesitaba era encontrar comida, un compañero, entre otras cosas, de manera que cuando nos largamos a interpretar el Universo…en realidad, ¡vale la pena sospechar que estamos un poco limitados para ello! (risas)…y que todo lo que uno cree saber, puede ser ilusorio, puede desarmarse mañana con un nuevo dato…y tal vez ello no debiera preocuparnos.
– ¿Y la certeza?
– La certeza es en realidad algo aburrido. Al fin, cuando uno sabe cómo funciona algo, ¿qué hace?, ¿mide cómo anda? ¡Es mucho más interesante estar en esa búsqueda infernal que no termina nunca! Y que probablemente nunca va a terminar. La ciencia, como todo, es cuestión de personalidad. Hay gente con diferentes estilos. A algunos les interesa más medir todo con gran detalle, con gran certeza, tener esquemas que parecen ser muy sólidos, muy verificables, muy defendibles, mientras que otros prefieren toda una mezcla de ideas y probabilidades, poca certeza, y riesgo, y es una cuestión de estilo. Diferentes pintores pintan la misma obra de manera distinta, y no es que uno sea mejor que el otro…
– ¿Tiene contacto con investigadores que esté trabajando en la Argentina?
– No tengo contactos personales con científicos argentinos ni he tenido colaboraciones con ellos. Pero conocí gente cuando era más joven, muchachos de mi edad que se quedaron ahí. Por ejemplo José Núñez que trabajaba con abejas, Héctor Maldonado, que trabajaba con pulpos, ambos muy capaces. También lo conocí a Andrés Stoppani, que estaba casado con una prima mía, y esa gente me contaba sobre la vida y el trabajo en la Universidad de Buenos Aires, y también tenía la experiencia de mi hermano, que había estudiado medicina allí… Y una vez cené con De Robertis, pero era porque me habían invitado a una Feria del Libro en Buenos Aires, hace muchos años, cuando Alfonsín era presidente.
–¿Y con estudiantes argentinos que hayan venido a los Estados Unidos?
–Sí, he encontrado argentinos…pero no tuve ninguno que haya hecho el doctorado conmigo. He visto que los que vienen de la Argentina tienen una formación muy buena, muy amplia, muy firme, son muy capaces. ¡Pero no he encontrado ningún naturalista que se interesara por los bichos! (risas)… En la Argentina la ciencia se basa mucho sobre en el sistema de que hay que tener un padrino. A mí esa etapa me faltó porque vine a los 18 años y todos los contactos los hice acá; creo que en ese sentido estuve aislado de lo que ocurría en la Argentina. Cuando iba a la Argentina, iba a visitar mi familia.
– ¿Qué diferencia podría señalar entre los estudiantes argentinos y estadounidenses?
– Veo que los chicos que vienen de la UBA tienen buena formación, tienen buenas cabezas…pero en algunas épocas, al menos, se veían distraídos por la política en la universidad argentina, que viene de larga data… A mí lo que me gustaba de la Universidad de California en Berkeley, donde hice mi doctorado, era que había una variedad de gente inmensa: cultural, racial, de origen geográfico. Pero había dos ambientes; estaba el ambiente dentro de la universidad, donde usted aprendía y se hacía amigo de una cantidad de personas, y luego el ambiente extrauniversitario donde, si uno quería, podía dedicarse a cuestiones de política, entre otras. No se trataba de que la gente joven no se interesara en los temas políticos. Pero la universidad era un oasis, quedaba al margen en ese punto. Claro, siempre había quien dijera que el concepto de la torre de marfil requería que uno ignorara los tiempos en que vivíamos…Pero, ¡tiene que haber una torre de marfil! Tiene que haber una etapa en la vida en que uno pueda ahondar en temas básicos y serios sin estar sometido a la turbulencia del momento político. Es una oportunidad que, más tarde, no se vuelve a presentar.
– ¿Cómo ve hoy la enseñanza de la biología?
– Lamento que el estudio de la biología se haya fragmentado. De hecho, hay una continuidad natural entre moléculas, células, tejidos, circuitos, sistemas, órganos, organismos, poblaciones y estilos de vida. Esa es la realidad. Pero los estudiantes hoy en día tienen que elegir qué parte de esa continuidad estudiarán, y ese fragmento está determinado por los instrumentos y técnicas que usan, y con ello se pierde la continuidad e integridad de los fenómenos naturales, de manera que cada vez el científico especialista sabe más acerca de menos. Tal vez debiéramos contemplar agregar un año más a la carrera de biología, y durante ese año reconstituir la integridad del fenómeno de la vida. La Naturaleza no conoce las barreras artificiales que aparecen en los programas de estudio. Esas barreras son una zoncera…
Doctor Fernando Nottebohm
Crédito: Max Dasso
Edificio Rockefeller
Crédito: Max Dasso