Así lo afirma el doctor Peter J. Ratcliffe, científico de la Universidad de Oxford y director de Investigación Clínica del Instituto Francis Crick de Londres, quien estuvo de visita en la Argentina. Descubrió el sensor de oxígeno de las células, lo cual puede conducir a medicamentos para la anemia, enfermedades cardiovasculares o cáncer.
(Agencia CyTA-Fundación Leloir. Por Matías Loewy y Bruno Geller)-. Cumplió un sueño de los científicos: hacer un descubrimiento fundamental e inesperado que puede transformar la vida de millones de pacientes. Peter Ratcliffe, de 65 años, profesor de la Universidad de Oxford y director de Investigación Clínica del Instituto Francis Crick, en el Reino Unido, identificó los mecanismos por los cuales las células de los seres humanos y de todos los animales “sensan” y se adaptan a cambios en la disponibilidad de oxígeno, lo cual promete derivar en nuevos medicamentos para condiciones tan diversas como la anemia, las enfermedades cardiovasculares, la obesidad o el cáncer.
“En ciencia, la suerte juega un rol fundamental. Pero hay que estar preparado para el momento en que la suerte se presenta. Y ser lo suficientemente flexible para cambiar la perspectiva y aprovechar la oportunidad”, dijo Ratcliffe a la Agencia CyTA-Leloir.
Nombrado caballero de la corona británica por sus aportes a la biomedicina a comienzos de los años 2000, Ratcliffe visitó el país y dio una conferencia magistral en el Centro Cultural de la Ciencia organizada por la Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, la Embajada Británica y GlaxoSmithKline (GSK). También visitó la Fundación Instituto Leloir y la Universidad Nacional de San Martín. Y dio una charla en un colegio secundario de habla inglesa.
A comienzos de la década de 1990, Ratcliffe trabajaba como médico nefrólogo en un hospital de Oxford. Además de dedicarse a la clínica, decidió establecer simultáneamente el Laboratorio de Hipoxia en la Universidad de Oxford y desarrolló estudios sobre la eritropoyetina o EPO, que es la hormona responsable de estimular la producción de glóbulos rojos. El gen de la eritropoyetina típicamente se activa en las células renales que han sido privadas de oxígeno. Pero, de manera inesperada, Ratcliffe y su equipo descubrieron que muchos otros tipos de células en el cuerpo también son sensibles a la falta de oxígeno, aunque lo hacen con propósitos diferentes.
“Al comienzo, pensamos que era un error del experimento. Pero luego nos dimos cuenta de que había una explicación alternativa. Fue un momento eureka”, recordó Ratcliffe.
En estudios posteriores, otros investigadores liderados por Gregg Semenza, de la Universidad Johns Hopkins, Estados Unidos, descubrieron el rol clave que jugaba en este proceso una proteína llamada HIF-1 (Factor Inducible por Hipoxia): una especie de proteína maestra o director de orquesta que controla la activación de los genes de hipoxia, incluyendo el de la eritropoyetina para la producción de glóbulos rojos y genes responsables de la proliferación de vasos sanguíneos (angiogénesis), así como también la de muchos otros que mejoran la adaptación de las células a bajos niveles de oxígeno.
Tanto Ratcliffe como Semenza veían que en las células privadas de oxígeno se acumulaba HIF-1. En situaciones con niveles normales de oxígeno (normoxia), ese factor casi no se podía detectar; más tarde, comprendieron que lo que ocurría era que, ante la presencia del oxígeno, HIF-1 se destruía rápidamente. Y en 1999 otro colega estadounidense (William Kaelin Jr., del Instituto Dana Farber, de la Universidad de Harvard) descubrió que esa función la cumplía una proteína que funciona como “tijera molecular”, llamada VHL.
Pero faltaba responder la pregunta de mayor relevancia: ¿Cómo se daba cuenta la célula si había mucho o poco oxígeno? ¿Cuál era el sensor que medía oxígeno y regulaba en función de esa información la destrucción del factor de transcripción HIF-1 para que se “prendieran” genes asociados con las respuestas de adaptación a la escasez de ese gas vital?
Finalmente, el sensor de oxígeno fue descubierto por el grupo de Ratcliffe y reportado en dos papers históricos publicados en 2001 en las revistas “Science” y “Cell”.
Ratcliffe y su equipo identificaron ese sensor empleando una estrategia genética en un gusano muy utilizado por los biólogos, llamado Caenorhabditis elegans. El sensor de oxígeno resultó ser una proteína llamada PHD que modificaba químicamente a HIF-1 –sólo en presencia del gas- de manera tal que solamente cuando HIF-1 sufría esa modificación química, podía luego ser destruido por VHL. Más tarde verificaron la presencia de PHD en ratones, en seres humanos y en todas las especies de animales en las que se lo ha buscado. PHD era la pieza fundamental que faltaba en el rompecabezas de tres elementos centrales.
Las implicancias médicas son sensacionales. Y Ratcliffe, Semenza y Kaelin obtuvieron en 2016 el Premio Lasker a la Investigación Médica Básica, un galardón que se entrega desde 1945 y que se suele considerar la antesala del Premio Nobel: 87 de los laureados luego recibieron el premio en Estocolmo.
Los primeros medicamentos basados en estos hallazgos, inhibidores de la prolil-hidroxilasa del HIF-1 como daprodustat, están en fases finales de ensayos clínicos como tratamiento de la anemia asociada a la enfermedad renal crónica. Pero las aplicaciones podrían extenderse a otras áreas terapéuticas. “Manipular las tres moléculas o ‘tres jugadores centrales’ de la maquinaria descubierta por Ratcliffe, Semenza y Kaelin inspira hoy en día a numerosos grupos de todo el mundo a tratar de desarrollar fármacos que puedan promover la formación de vasos sanguíneos para mejorar la circulación de oxígeno en enfermedades cardiovasculares, o por el contrario, bloquear su ramificación para impedir que diferentes tumores puedan seguir creciendo”, explicó el doctor Pablo Wappner, jefe del Laboratorio de Genética y Fisiología Molecular del Instituto Leloir y profesor del Departamento de Fisiología y Biología Molecular y Celular de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (FCEN) de la UBA, quien colabora con Ratcliffe desde hace dos décadas.
Wappner agregó que “estos descubrimientos sobre un proceso clave de la biología celular son un hermoso ejemplo de cómo la ciencia básica –totalmente básica- puede impulsar avances fundamentales en medicina con posibilidades de mejorar radicalmente la vida de las personas”. Coincidió Ratcliffe: “El valor de la investigación básica es absoluto. Es el combustible de los descubrimientos”.