(23/10/06 – Agencia CyTA-Instituto Leloir. Por Leandro Martínez Tosar*) – “¡Qué bicho de porquería el mosquito!”, se le solía escuchar a mi abuela mientras -sin éxito- aplaudía el aire con la esperanza de liquidar al insidioso agresor, “¡sólo existen para molestar!”. Con el tiempo, la trivial escena familiar fue cautivando más y más mi curiosidad y, al cabo de unos años, la pregunta de “¿para qué existe el mosquito?” no me dejaba en paz.
Una mirada casual a la organización de cualquier especie o a las interacciones entre ellas nos llena de asombro: la perfección aerodinámica del ala de un halcón, el destello de una luciérnaga, la delicadeza estructural de la retina de nuestros ojos, las especializadas relaciones entre flores y colibríes, el mimetismo del camaleón… Todo está regulado con tanta exquisitez, que es difícil no pensar en un meticuloso y racional proceso de diseño (hasta que pensamos en el mosquito, claro) que subyace a la diversidad biológica.
Especies fijas, especies cambiantes.
La humanidad se preguntó desde temprano si existía alguna ley general que pudiera explicar de dónde había surgido la complejidad y la diversidad observada en la naturaleza. La primera en levantar la mano fue la Iglesia que –génesis bíblico bajo el brazo– propuso que cada una de las especies animales y vegetales representaban un acto de creación divina independiente. Esto significaba que Dios habría hecho por separado a la cebra, al caballo y al burro. Que la ballena, la orca y el delfín fueron concebidos en forma individual y aislada. El creacionismo –como se conoce a esta corriente filosófica– mantuvo su hegemonía en el ámbito popular durante mucho tiempo. Incluso en nuestros días, esta postura ha resurgido disfrazada de ciencia, bajo el nombre de “diseño inteligente”.
Fue recién a comienzos del siglo diecinueve, cuando el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck desafió el statu quo reinante, diciendo que las especies se iban transformando generación tras generación, dando lugar a la diversidad que hoy observamos. Así, este transformismo nos dice que lo que hace unos milenios eran microorganismos, hoy pueden ser plantas de trigo y en un futuro quizás serán vacas lecheras. Según Lamarck, el motor de ese cambio era el esfuerzo de cada ser vivo por mejorar su calidad de vida. Y el producto de ese esfuerzo, era heredado por cada nueva generación. De esta manera, el hijo de un fisicoculturista debería nacer con músculos sobredesarrollados, y el hijo de un trompetista debería nacer cachetón. Hoy sabemos que las cosas no funcionan de esa manera…
Pero no sería hasta poco más de medio siglo después, que se descorrería finalmente el velo que mantenía oculto al mecanismo generador de biodiversidad. Luego de dar la vuelta al mundo a bordo del H.M.S. Beagle, estudiando flora y fauna, el naturalista inglés Sir Charles Darwin publicó su obra maestra: “El origen de las especies”. En ella, sentaba las bases que explican –incluso hoy– cómo hace la naturaleza para alcanzar la enorme complejidad y la diversidad que observamos.
Desde Darwin, la teoría de la evolución ha sido comprobada infinidad de veces, en un sinnúmero de escenarios diferentes. El desarrollo de resistencia a antibióticos en bacterias, los cambios en el color de ciertas polillas londinenses, el aumento de tamaño de las vaquillonas de pedigrí logrado por selección artificial, son sólo unos pocos ejemplos de evolución en acción. Incluso los avances de la tecnología y del conocimiento –que han permitido llevar el análisis del proceso evolutivo hasta el nivel molecular– han reafirmado su validez sistemáticamente.
Azar y selección.
El evolucionismo descansa sobre pilares muy simples. Y es precisamente la simplicidad de sus conceptos lo que ha puesto (y sigue poniendo) los pelos de punta a quienes sostienen la necesidad de un diseño consciente de cada especie.
El primero de los pilares de la teoría evolutiva es el azar, representado por la generación de descendencia con variación. Se trata de la aparición de pequeñísimos cambios imprevisibles entre una generación y la siguiente. Y son estos pequeños cambios, acumulados a lo largo de mucho tiempo, los que acaban transformando una especie en otra. Así, donde originalmente había sólo algunos insectos inofensivos, ahora hay mosquitos, jejenes, y tábanos… Qué mejor que atribuir tanta diversidad de bicho molesto al azar o la suerte (a la mala suerte, esto es).
Pero pensar que solamente el azar es responsable de generar la complejidad y el increíble orden que caracteriza a los sistemas vivos, sería totalmente descabellado. Sería lo mismo pensar que un tornado podría combinar materiales de construcción tomados a su paso, para armar un imponente Boeing 747, totalmente funcional. Tan descabellado como pensar que un chimpancé, jugando con el teclado de una computadora, podría –de pura casualidad– escribir una frase de una obra de Shakespeare. Si bien, técnicamente, esto no es imposible, es tremendamente improbable: el tiempo necesario para que un simio escriba una frase Shakespeareana de 27 caracteres es de trillones de años. Y cuando algo es tan improbable, no está tan mal decir que es imposible. El azar, por sí sólo, no puede ser generador de una complejidad autosustentable ni reproducible. Tiene que haber algo más.
Y es ahí donde entra en escena el otro pilar de la teoría evolutiva: la selección. Este proceso es quien decide cuáles de los millones de variables que conforman un ser vivo son conservadas en el largo camino hacia la complejidad. Volviendo a nuestro simio aspirante a escritor, si cada vez que acertara una letra en un lugar adecuado de una frase de Shakespeare, la letra quedase seleccionada mientras el mono siguiera intentando con las otras letras, el resultado sería sorprendente: el tiempo que tardaría en citar a Shakespeare con la ayuda de la selección, sería sólo de unos cuántos minutos.
Máquinas de copiar.
El azar, entonces, es quien genera el cambio, mientras que la selección es quien decide cuáles de esos cambios serán conservados y cuáles no. Y en biología, la selección suele seguir un único criterio: “cuantas más copias, mejor”. Cualquier aspecto de un ser vivo que aumente las probabilidades de dejar descendencia, será conservado, y cualquier atributo que disminuya tal probabilidad, tenderá a ser eliminado. La decisión no tiene nada de premeditada ni de mágica: si un aspecto cualquiera –digamos, “velocidad de huida”– mejora la capacidad de un animal de escapar de su predador, ese animal va a tener más chances de sobrevivir que su primo, que es más lento. Entonces, seguramente, el veloz dejará más descendencia que su primo, y gracias a las leyes de la herencia genética, sus hijos serán veloces también. Así, a la larga, la especie irá aumentando su velocidad. Y del mismo modo con cada atributo de la especie. Hasta que, luego de millones de años de acumular cambios, nos encontremos con algo que puede o no parecerse a la especie con la que comenzamos.
En otros casos, se favorecen aspectos que a primera vista no propician la supervivencia del individuo (de hecho incluso la perjudican). Los machos de ciertas especies de aves conocidas colectivamente como “aves del paraíso”, poseen plumajes exageradamente largos y vistosos. Esto los hace peligrosamente llamativos para un predador, a la vez que les resta agilidad en maniobras de escape. Pero no todo es tan gris en la vida de estas curiosas aves: las hembras prefieren marcadamente a los machos con ornamentos más peligrosos. En otras palabras, tener un plumaje osado aumenta la chance de dejar descendencia. Una de cal, y una de arena… Nuevamente, vemos que la selección premia aquellos aspectos que redundan en la producción de más copias, aunque esto vaya en desmedro de la probabilidad inmediata de supervivencia.
Otro ejemplo interesante es el de la co-evolución, es decir, cuando una especie experimenta cambios evolutivos que guardan una relación estrecha con los cambios acontecidos en otra especie. Tomemos como ejemplo a la víbora de coral, tan venenosa como vistosa, con sus llamativos anillos de colores vivos. Su color es una clara estrategia de marketing que advierte a sus potenciales predadores de un riesgo mortal si les apeteciera darse un festín con ella. Los predadores que ignoran la advertencia tienden a desaparecer (llevándose su coraje a la tumba), mientras que los que se asustan al verlas sobreviven (transmitiendo su comportamiento cauteloso a sus hijos).
Ahora pensemos en especies de víboras no venenosas que viven en la misma región. En estas especies existen variaciones surgidas por azar en el patrón de colores de su piel: víboras negras sin rayas, negras con rayas anaranjadas, grises con rayas rojas, etcétera. Si entre toda esa diversidad de patrones existiera uno que se asemejara (de casualidad, aclaremos) al de la temible víbora de coral, la víbora en cuestión se habría sacado la lotería: sin la necesidad de generar veneno, los predadores que ya están evolutivamente “entrenados” no la querrán ver ni de cerca. Y entonces nuestra pícara imitadora (conocida en el campo como “falsa coral”) verá aumentar sus posibilidades de sobrevivir y dejar descendencia hasta niveles increíbles para su especie. No es difícil imaginar que en el futuro, los descendientes de esta suertuda viborita prosperarán y predominarán sobre otros miembros menos afortunados de su especie, y el patrón de colores de su piel se tornará común a toda la especie. En este sencillo ejemplo, el azar generó los distintos patrones de coloración, y entre ellos, la presión selectiva (representada por los predadores) favoreció al falso patrón coral para darle la máxima chance de sobrevivir y, por lo tanto, de dejar descendencia.
De esta manera vemos cómo los factores evolutivos, azar y selección, se combinan para generar cambios concretos (coloración, ornamentación, velocidad) en las especies mencionadas. Cambios que pueden darse en unas pocas generaciones. ¡Imaginemos lo que serían capaces de lograr estos dos factores en cientos de millones de años!
Las razones del mosquito.
Podemos ver entonces que no hace falta imaginarse un atareado ingeniero sentado a su mesa de diseño, delineando por separado los planos de cada una de las especies existentes. Por el contrario, se trata de un proceso espontáneo, en el que sólo hace falta una única forma de vida original, un antecesor común a todas las especies que existen. A partir de allí, el azar y la selección –los escultores de lo vivo– operarán en forma totalmente automática para generar los cambios y la diversidad que observamos hoy. Es evidente que esto no representa una amenaza real para la idea de un creador: un ser superior bien podría haber escrito las leyes que rigen al universo, disparando el surgimiento de la primera forma de vida, que luego habría evolucionado gracias al azar y la selección natural.
Al prescindir de un proceso de diseño inteligente de las especies, la existencia del mosquito deja de ser un dilema: si las estructuras y organismos vivos son fruto del azar y la selección, deberíamos buscar consecuencias prácticas en lugar de razones. Es decir, debemos buscar los “debido a qué”, en vez de los “para qué”.
Cada especie que habita la Tierra, por lo tanto, existe debido a que representa una combinación exitosa de factores que funcionan muy bien para dejar descendencia.
El sentido de finalidad no es algo que exista en la naturaleza. La idea de una “meta a la que aspirar” es un producto de la actividad mental humana. Claro que no es una idea fácil de aceptar, siendo que la debemos aceptar con la misma herramienta con la que generamos el problema: nuestra mente.
En otras palabras, el mosquito no existe ni con misteriosos fines más allá de la comprensión humana, ni para molestar a mi abuela (aunque ella piense lo contrario). Existe debido a que es la máquina más perfecta con que cuenta la naturaleza, para hacer más mosquitos.
* Leandro Martínez Tosar es biólogo e integra el Laboratorio de Biología de la Mielina del Instituto Leloir.